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Todo está negro, achicharrado, menos un colchón violeta junto a una ventana de hierro verde. Por allí intentó escapar del fuego una de las siete víctimas, pero las ventanas tenían rejas para que nadie entrara, para que nadie saliera, para que nadie viera lo que todos reconocen ahora que sabían pero nadie fue capaz de evitar.
Allí dentro, como en tantas otras naves del polígono industrial Macrolotto de Prato —una ciudad de 185.000 habitantes a 25 kilómetros de Florencia—, se practicaba la esclavitud. Cientos, miles de ciudadanos chinos, la mayoría muy jóvenes y sin ningún tipo de documentación, fabrican prendas de moda para toda Europa durante 16 horas al día, siete días a la semana, preferentemente de madrugada, a razón de un euro a la hora. Solo tienen derecho a dormir un rato en unos cuartuchos construidos sobre el traqueteo continuo de las tricotosas y a calentarse la comida con un infiernillo de gas.
El domingo, a las siete de la mañana, aún no se sabe exactamente por qué, una de las bombonas explotó y la nave, hasta arriba de ropa, se convirtió inmediatamente en una pira. Siete trabajadores —cinco hombres y dos mujeres— perdieron la vida, dos están muy graves y otros dos lograron escapar con heridas leves. Solo ha sido identificado uno de los fallecidos, un inmigrante irregular, el que intentó escapar por la ventana y se lo impidieron las rejas. Sus brazos sin vida se quedaron colgando, como queriendo explicar inútilmente lo que ya todo el mundo sabía.
La nave destruida está en el número 63 de la calle Toscana y reúne todas las características del polígono industrial Macrolotto. Tras un nombre europeo —en esta ocasión Teresa Moda—, un empresario chino —en este caso una mujer— convierte un almacén inmundo —casi siempre, como en este caso, alquilado por más de 3.000 euros al mes a un italiano— en un negocio floreciente. El truco macabro del negocio está en la mano de obra. “Son esclavos. No busque otro nombre. Prisioneros obligados a trabajar”, dice Giuseppe, apoyado en la puerta de su almacén textil, situado justo enfrente del lugar de la tragedia.
Giuseppe —”disculpe que no le dé el apellido, nunca se sabe”— es de los pocos empresarios italianos que, a duras penas, logra mantener abierto el negocio. “Estos muchachos de ahí enfrente”, dice refiriéndose a las víctimas del incendio, “se comportaban igual que los demás de esta calle. Apenas salían. Si acaso al amanecer, en pijama, a fumarse un cigarrillo, sin saludar a nadie, ni siquiera a los chinos que trabajan en otras empresas. Se les veía tristes, asustados. Jamás he visto sonreír a ninguno. No le dé vueltas: no son trabajadores mejor o peor pagados. Son esclavos…”.
A media tarde del lunes, los bomberos siguen retirando del almacén los enseres quemados. Ya han llenado hasta arriba cinco grandes contenedores blancos. El inspector jefe, Stefano Giannelli, señala los restos del almacén: “¿Ve aquella ventana pequeña, la de arriba? Por allí intentó escapar una de las víctimas, pero no lo consiguió. Cuando mis compañeros terminaron de serrar las rejas de hierro, ya estaba muerto. Aunque ese trabajo no corresponde a los bomberos, sí le puedo decir que por el momento solo se ha conseguido identificar a uno. Ha dicho la televisión que, además de los 11 trabajadores que sabemos a ciencia cierta que estaban dentro —siete muertos, dos heridos graves y dos leves—, también logró ponerse a salvo otro hombre con su hijo pequeño. Nosotros, oficialmente, no tenemos constancia. Pero tampoco se lo puedo desmentir. En realidad, nadie sabe cuántas personas se esconden, ni en qué condiciones, detrás de esas puertas de hierro”. Es un misterio a voces con el que la ciudad de Prato lleva viviendo dos décadas.
Desde que, allá por 1995, las primeras fábricas textiles chinas dejaron Florencia y se establecieron en el polígono Macrolotto. Ahora son 4.000 las empresas de moda en las que trabajan, legalmente, unos 16.000 ciudadanos chinos. El número real, admitido por el alcalde, Roberto Cenni, puede triplicar esa cifra. “El problema”, explica Cenni, “es que este suceso solo viene a poner de relieve algo que ya sabíamos y que algunos habíamos denunciado sin éxito: aquí viven, entre nosotros, miles de esclavos. Los traen sin documentación, sin preparación, les dan una limosna y algo con lo que llenar apenas su estómago”.
De vez en cuando, en un intento de concienciar a las autoridades regionales y nacionales, la policía local de Prato ha difundido imágenes de vídeo en las que se reflejan las condiciones de trabajo y de vida de los chinos: espacios asfixiantes donde tienen que trabajar y vivir, sin higiene, a veces entre ratas. No es lo único. El alcalde de Prato denuncia: “De vez en cuando asistimos a homicidios, que rara vez se resuelven, pero que no son más que la consecuencia del clima de extorsión y amenaza en la que viven los trabajadores”. Giuseppe, en la puerta de su taller textil, confirma: “Desde fuera pensamos, en nuestro desconocimiento hacia su cultura, que son todos la misma cosa. Chinos. Pero la competencia entre ellos es brutal”.
Durante todo el día después de la tragedia, como una procesión, decenas de trabajadores chinos se han acercado a la nave destruida. Algunos han traído flores. Ninguno ha hablado. Si acaso, algunas muchachas jóvenes, en un italiano muy precario, han explicado que sus familiares las han llamado preocupados desde China tras ver en la televisión la noticia del suceso. Cuando las preguntas quieren ir más allá —¿conocía a las víctimas? ¿También ustedes viven donde trabajan? ¿Cuánto cobran?—, la respuesta es siempre la misma: “No entiendo”.
Luciano Giovanelli contempla la escena con una sonrisa. Se ha acercado a visitar a los propietarios de la empresa Eleanof, quienes —puerta con puerta con la empresa siniestrada—, intentan capear el aluvión de curiosos. Dice estar seguro de dos cosas: “La primera es que cuando pasen dos días y la conmoción fingida de los políticos se vaya a otro asunto, esto se olvidará, como se olvidó Lampedusa, y nada cambiará. La segunda es que hay grandes intereses que impiden una solución. ¿Se ha dado usted una vuelta por este parque industrial. Son cientos y cientos de empresas, kilómetros y kilómetros de calles. Esto no es un barco perdido en alta mar. Pero nadie lo ve. Nadie se da cuenta”.
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